domingo, 18 de diciembre de 2011

La espiral

I

Luces enfermizas, nerviosas y agresivas, cortaban cruelmente, como un cuchillo mal afilado, la dureza de la noche que, viciada por el agrio olor de la guerra, gemía brutal pero resignadamente, amordazada por una promesa secreta, bíblica, demoníaca y poderosa, que provenía desde las mismas entrañas aullantes del infierno convertido en ciudad, que provenía desde las primeras noches bajo el cielo y que ahora, se olvidaba, con todo y su angustiosa eternidad, sepultada por luces como sables, luces como balas que desgarraban las venas, las calles, la noche.

El rugir de cientos de miles de millones de caballos de fuerza, esclavizados por la combustión interna de la orgía de metal ensordecía a los solemnes muros de concreto gris que se levantaban como catedral oscura, como mar petrificado, como pilares fundamentales de un orden nocturno a medio desgarrar, ruinas insomnes e inmisericordes, desholladas y desoladas, impostoras e imponentes de un castigo, tan eterno, tan angustioso, tan demoníaco como el filo de las luces asesinas de los automóviles, un castigo inmerecido por los tres o cuatro grises transeúntes de la iglesia del infierno convertida en ciudad. -Chinga´a, otra vez el inchecamión se nos fue...- Murmuró rendida, agotada, La Pancha, quien no esperaba más respuesta que el profundo y empolvado silencio de sus otras dos compañeras - La Chanclas y la Mire - las cuales salían de alimentar, con sus tiernas y sucias manos, a ese monstruo que les exigía su llanto, que las exprimía, día a día, hasta la última gota de sudor, hasta el último resabio de esa juventud que había durado muy poco, ese monstruo llamado maquila que las carcomía como un cáncer maligno justo en medio del corazón, chupando la sangre a cada latido, opacando el brillo lejano de ojos que han esperado toda su vida - si es que a la eterna espera se le puede llamar vida - por un promesa, vieja y falsa como el tiempo, como la luz...

Caminaban las tres, como lo hicieron en su momento las y los esclavos de todas las edades, de todas las épocas, de todas las regiones, de todos los universos encadenados al andar torpe y penoso, al andar obligado, azuzado por mil látigo invisibles, que truenan y rechinan ante la desesperada vacuidad de un tiempo tan circular como la espiral caracólica del dolor que dibujaban, cuál Sísifo, los pasos recorridos por el andar de las tres obreras de maquila. Mientras caminaban, apretadamente, La Pancha se hundía, de forma dulce y atroz, en el encierro de la memoria, de "aquellos días", carcomidos por las gigantescas e indomables polillas que habitan los recuerdos y los roen y roen, hasta convertir la vida entera en un montón de asquerosos girones derruidos que reducen hasta al más aventurero, al más bravo y valiente de los hombres, a una pila de deshechos malolientes, un patético compendio de huesos, carnes y dolores sin sentido que pronto serán ceniza, alimento para el más anodino de los monstruos: la lombriz que se alimenta de cadáveres; o es que el tiempo que borra las letras de los libros del recuerdo es un incesante vaivén de olas, pesadas y ácidas, que terminan por deshacer la cuerda que nos ata y nos une a cada uno de nosotros al mundo de lo humano, que terminan por hundirnos y ahogarnos en el olvido y liberarnos del pesado fardo de la existencia que alguna vez tuvimos que cargar, torpe y penosamente, como esclavos que caminan en espiral. La Pancha luchaba por recordar las tardes en la montaña, las sinfonías avícolas, el cielo perforado de estrellas, el frío, las caminatas sobre las astillas de paraiso que se le resvalaron a dios y que vivieron a formar eso que llamamos "la sierra", la tierra, tan llena de vida, tan poca, la tierra que se fue, que se la llevaron los Don-no-sé-qué y con la tierra se fue su padre, Julián, y luego su hermano, Ricardo, después se fue José, su prometido, y al final ya todos se fueron y no quedaron más que los restos humeantes de las últimas fogatas.

Después de avanzar un par de kilómetro juntas, las tres maquileras, que solo se acompañaban por mutua necesidad, por compartir ruta, línea de producción y condiciónde obereras, se separaban "para rifarsela" cada una por rumbo pa´ su casa. - ´Ora sí, ahí nos vemos mañana - dijo una de ellas, no importa cual, y se separaron, sin saber y, probablemente, sin importar, si en verdad se verían o no mañana. Un largo y escamoso camino, cubierto por la oscuridad de las fauces de un lobo-serpiente, hambriento, colérico, esperaba a La Pancha, como un reptil macabro y enfermo que espera a su presa en silencio, inmóvil, solo perturbado por el viento que arremolina el polvo de la calle sin pavimentar. La prisa y el cansancio, que cargaba la obrera como pesados fardos, como un Cristo solitario y contradictorio, la empujaban y la anclaban a la vez, pues después de la inmolación del trabajo fabril, en casa - si es que a esa celda, gris y fría, se le puede llamar casa - la esperaba su hijo, Pepito, junto con una montaña de trabajo servil y doméstico. Ensimismada en las cadenas que cargaba, La Pancha apenas se percató de los estridentes acordeones que surcaban, cada vez con más fuerza, el quieto aire de aquella miserable colonia, hundida en sus recuerdos y a escazos cien metros de la puerta de su casa, un par de luces de neón, los ojos de una gran bestia metálica, la sorprendieron, como a un conejo a punto de ser cazado. - ¡Orale! suban a esa pinche vieja para llevársela al jefe - gritó una voz como ladrido y en un fulgor de muerte, en un segundo que duró todos los siglos, bestias de carne, con gruesos y asquerosos brazos la rodearon, cual serpientes, la mordieron, cual perros sarnosos, la aventaron de aquí para allá, como niños pendejos jugando con una pelota. La subieron a la troca y la amordazaron; justo antes de que su rostro desapareciera bajo un mugriento costal, la Pancha alcanzó a ver, insertos en el rostro de un demonio con pasamontañas, dos pequeños ojos, extrañamente familiares pero enloquécidos por la animalidad del macho que sale a cazar. Esos ojos, ¿Esos ojos?

viernes, 9 de diciembre de 2011

(...)

¡Desde el cielo!
un aullido
igual al de mil aves de rapiña
desciende junto al fuego:

En la melodía infernal,
el ritmo lo marcan
los disparos automáticos
de las metralletas.

¡Desde el cielo!
Desde el mismo azul
cercenado por la corte
celestial del dios de la muerte,

Desciende la voluntad
del imperio que clava su bandera
en esta tierra ensangrentada:
dios bendice a América,

Dios salve a América.